Habían llegado las crecidas de otoño. Miles de torrentes
embravecidos vertían sus aguas en el río Amarillo.
Y tamaña era la anchura de su curso que, de orilla a orilla, no
se podía diferenciar a un buey de un caballo a lo lejos.
Entonces el dios del río se rió, complacido al pensar que toda la
belleza del mundo había pasado a su cuidado.
Así que braceó hasta llegar al océano. Una vez allí miró más
allá de las olas, hacia el horizonte vacío por el este, y se le
demudó el rostro.
Mirando hacia el lejano horizonte, recuperó el sentido y le
murmuró al dios del océano:
-El proverbio tiene razón: “Aquel que aprende cien cosas cree
que sabe más que nadie”. ¡Ese refrán se refiere a mí! ¡Ahora
sé lo que significa vastedad!
El dios del océano le contestó:
-¿Puedes explicarle el mar a una rana que vive en un pozo?
¿O explicarle lo que es el hielo a una libélula estival?
Chuang Tzu