En la mayoría de las sociedades de Siberia, 
los grandes rituales tuvieron lugar en la temporada de verano,
 durante la estancia de las aves migratorias, que marca su llegada y su salida.
 Se puede decir que durante el invierno, el chamán no tiene el poder para un chamanismo efectivo porque las aves no han vuelto para dar un nuevo impulso a él o ella. 
Estas aves migratorias (cisnes, gansos, grullas ...) parecen jugar el papel de portadores de una "fuerza vital", una sustancia del alma que subyace en todo ser animado. 
El regreso de los pájaros coincide con el deshielo al final de la escasez de invierno, 
materializando la idea de renovación .
Roberte Hamayon




El otoño provoca a menudo la melancolía y suscita el deseo de algo que no solo ha desaparecido de la Naturaleza, sino también de nosotros mismos. En realidad, en esta estación, el alma humana cumple un año más. Puede decirse que han transcurrido doce meses de nuestra vida, pues, desde un punto de vista sentimental, el año acaba cuando llega el otoño. Las primeras nieves, por el contrario, desatan la alegría y la vitalidad en los habitantes de los países nórdicos, que son más parecidos a los largos inviernos que a los cortos veranos. Su carácter es un cielo nublado, un tiempo inestable, y su alma más complicada que la de aquellos que viven bajo la continua y monótona luz del sol. Pero, aunque el temperamento de los nórdicos pueda ser oscuro y quizá gris e incluso a veces similar a la granizada, el vendaval o la lluvia, alberga una luz más clara que la de los rayos del sol que llevan dentro los habitantes del sur, que son verdaderamente depresivos y, por eso mismo, más proclives a la música. Estos sienten la constante necesidad de alejar de sí, cantando, las sombras del sol. La luz del alma de los nórdicos es, sin embargo, un resplandor de nieve que no proyecta sombra alguna. Lo que singulariza al sol y a la vida que de él se deriva es el hecho de proyectar afiladas sombras, mientras que la luz de la nieve es apaciguadora y suave.

Un mañana, durante las primeras nieves del otoño, los habitantes de Hól, en Grindavík, al abrir la puerta de sus casas, vieron un pájaro. Enseguida comprendieron que se trataba de un ave migratoria que, por alguna razón, se había quedado allí y no había emprendido, con sus compañeros, el tradicional viaje hacia el sur.

Los niños se alteraron y se entristecieron pensando que quizá no existiría modo alguno de mantenerla con vida todo el invierno, que seguramente moriría de añoranza y de pena. Sin embargo, la gente estaba dispuesta a salvarla. El deseo de conservar con vida todas las cosas está tan arraigado en el hombre como la idea de que es posible morir de tristeza.

Capturaron al pájaro, lo que no resultó muy complicado, pues parecía que él mismo así lo quería. Todos lo estrecharon contra su pecho como ese recuerdo de algo lejano que nadie sabe exactamente en qué consiste, pero que se halla alojado en la conciencia. Es el recuerdo de las tierras soleadas en las que, según creemos, deberíamos tener nuestra familia y nuestra morada (el recuerdo del jardín del Edén) y con las que soñamos, por eso mismo, tan a menudo.

En la ciudad había un enorme invernadero, caldeado con agua procedente de las fuentes termales, donde crecían flores del sur. Aunque brillaran, en vez del sol, potentes bombillas, el aire estaba perfumado con el aroma de las plantas tropicales. Por los cristales se escapaba el olor de los tomates, los plátanos, las uvas y los cactus, que florecían año tras año en Navidad, durante el período más frío, pues los cactus nunca olvidan que, en estas fechas, el sol ha alcanzado su punto más alto allá en sus países de origen, al otro lado del Ecuador. El alma de los cactus está lejísimos de sus raíces y de sus pinchos y su mente flirtea con espacios completamente distintos a aquellos en los que se han visto obligados a brotar. En el invernadero crecían muchas plantas que parecían tener un alma humana y mostraban flores como corazones sangrientos que se hubieran arrancado del pecho para arrojar a la tierra lágrimas rojas. Crecían también dos plantas peculiares, con flores como pulmones verdes que exhalaban un olor agradable y no parecían percatarse de que ellas o sus antepasados habían abandonado la selva amazónica hacía muchísimo tiempo y ahora vivían en un país que nadie en su tierra natal hubiera conocido y que casi formaba parte de otro mundo.

Dejaron, pues, al pájaro en el invernadero para que pudiera volar libremente y engañarse a sí mismo durante todo el invierno pensando que había llegado a una florida mansión. A los niños se les ocurrió que, entre aquellas flores, quizá olvidaría que en primavera había volado con otros pájaros perfectamente capaces de orientarse y que no había regresado, y supusieron que, si sobrevivía al invierno, al otoño siguiente podría emprender con sus compañeros el regreso al sur y contar aquella aventura invernal a los que permanecían en su patria. Y, sin embargo, no estaban completamente seguros.

Quizá el pájaro deseara vivir una experiencia algo diferente a la que las aves migratorias conocen tan bien o que, por su naturaleza, han heredado. ¿Deseaba descubrir algo nuevo y extraño, intentar lo que a un ave migratoria le resulta irrealizable, es decir, soportar la rudeza del invierno en las regiones del norte?

Nadie en la ciudad tenía ni idea.

Solo el pájaro sabe si ha querido cometer, con su temeridad, lo que llamamos un suicidio, pero, luego, en el último momento, ha cambiado de opinión y ha solicitado nuestra ayuda, dijo un padre.

¿Tenía este pájaro capacidad de raciocinio, inteligencia y sentimientos humanos? ¿Estaba dotado de esa especial sabiduría que ha guiado a muchas personas en el momento de su ruina y su muerte?

¿O aquello era tan solo una locura, una simple sed de aventura?

Estas eran las conversaciones que mantenía la gente a la caída de la noche en torno a la lámpara de la mesa de la cocina.

Mientras tanto, el pájaro volaba por el invernadero en amplios giros y la nieve caía sin descanso por encima de él, sobre los cristales del tejado, donde terminaba derritiéndose y goteando hacia el suelo. Allí dentro todo era de un blanco brillante; reinaba la claridad extraña que arrojaban las transparentes bombillas sobre un océano de flores. La luz era cortante, y casi traspasaba el alma ver en medio de ella esta naturaleza artificial, imitación de una tierra tropical que no tenía relación alguna con el aire frío y el mal tiempo de fuera. Pero el pájaro no parecía sensible al exotismo, tan solo volaba y cantaba. Lo que resultaba evidente es que su canto era diferente al de las aves migratorias cuando llegaban en primavera por encima del mar para poner sus huevos en los páramos rocosos, y la gente pensaba que debía ser un canto que él solía entonar en los lugares más queridos. Quizá fuera un canto típico de su región natal. Nadie sabía lo que significaba; ni siquiera sabían adónde emigran los pájaros en el otoño. La mayoría pensaban que viajaban a África o a la punta más al sur de Argentina, donde la atmósfera era muy parecida a la de aquí.

Por las noches, la gente se preguntaba qué tipo de experiencias habían atesorado las aves migratorias, o a si conocían muchas historias de las distintas regiones del planeta; pero no podían imaginarse las desgracias que verían con sus propios ojos o experimentarían en sus viajes.

¿Conservan los pájaros su experiencia, pueden recordar, o en algún momento se deshace el hechizo y se transforman en otra cosa, como dicen los cuentos populares?

¿O se acuerdan de alguien? ¿Alejan de sí las penas del mismo modo que nosotros cuando cantan?

¿Qué es el canto de un pájaro?

Los niños se preguntaban insistentemente por estos asuntos en el invierno mientras escuchaban, junto a sus padres, encargados del cuidado del invernadero y de las flores, los gorjeos del pájaro y su batir de alas. A menudo organizaban fiestas e invitaban a la gente de otras casas para que pudiera escuchar también aquel dulce canto en medio del frío, y los asistentes decían:

Es extraño.

Grabaron el canto en una cinta que muchos recibieron como regalo de Navidad. Algunos la ponían si se aburrían, o si querían encontrar un instante sentimental o provocar ese deseo que termina igual en la oscuridad, aunque brote de una alegría luminosa.

Entonces volvió la primavera a su debido tiempo, reverdeció la tierra y, tras sacar al pájaro del invernadero, lo dejaron libre. La gente lloró y empezó a echarlo de menos desde el mismo momento en que emprendió el vuelo, de un modo no muy diferente a como, en el otoño, habían echado de menos el verano. Pero se alegraron por él, por su libertad recobrada, aunque de buena gana lo habrían retenido a su lado. Muchos prefieren alegrarse de la libertad de los otros a buscar su propia libertad. Así era esta gente.

En estas regiones se consideraba que, si morir tenía algún sentido, se debería morir de amor, y casi de nada más. Estos hombres y mujeres, pues, decidieron morir de amor por el pájaro, y se hicieron la ilusión de que él volvería alguna vez a la puerta de sus casas para recordarles que seguía vivo y saludarlos; de ese modo podrían mostrarle su agradecimiento por haber convertido el invierno en una especie de "veranillo", aunque no supieran si el veranillo era una estación del año o una invención envuelta en una extraña palabra. Pero el pájaro nunca se presentó. Cuando se vio libre, se alejó de ellos sin despedirse ni emitir un solo gorjeo. Es propio de las aves migratorias el no dar nunca las gracias por nada. Saludan sin saludar y se despiden sin despedirse. Los pájaros del sur son así. Para ellos todo es sencillo y natural. Si fueran de otro modo, no serían aves migratorias que vienen y se van, sino grandes, fuertes y fieles aves marinas que permanecen en el mismo lugar tanto si el tiempo es bueno como si es malo. Aunque quizá no sean aves tan fieles, sino que tan solo ignoren la existencia de lugares más soleados y mejores que los peñascos donde han nacido y que consideran su morada, y de los que nunca se alejan sino para hundirse en el mar en busca de un pez que luego han de comerse para poder continuar con vida.Guobergur Bergsson